jueves, 9 de abril de 2015

[Libro] Un ataque de lucidez


La autora es una neuróloga que daba clase a médicos jóvenes sobre el cerebro humano. Entonces, el 10 de diciembre de 1966 sufrió un ictus en el hemisferio izquierdo del cerebro. Dado que era neuroanatomista se fue percatando de cómo se iban deteriorando sus capacidades. Al final de la mañana ya no podía andar, hablar, leer, escribir ni recordar nada de su vida. En este libro suyo explica cómo sucedió y nos explica también cómo funciona nuestro cerebro a nivel de hemisferios. Os hago el habitual resumen.

Antes del ictus, cuando la autora investigaba, se dedicaba a comprender mejor los microcircuitos del cerebro: qué células de qué zonas se comunican con qué sustancias. Y si se disponía de muchos cerebros con enfermedades y otros normales podrían investigarse diferencias, así que se involucró en la tarea de que la gente donara su cerebro a la ciencia.
Casi todos los distintos tipos de células de nuestros cuerpos mueren y son sustituidas cada pocas semanas o meses. Sin embargo, las neuronas, las células primarias del sistema nervioso, no se multiplican (en general) después del nacimiento. Esto significa que la mayoría de las neuronas de nuestros cerebros tienen los mismos años que nosotros; y explica, en parte, que nos sintamos prácticamente los mismos. No obstante, aunque las células son las mismas, las conexiones cambian.
Las capas más profundas de nuestra corteza cerebral están formadas por el sistema límbico y son las células que tenemos en común con el resto de los mamíferos. Se les llama, a veces, “cerebro reptiliano” o “cerebro emocional”. Aunque ese sistema funciona durante nuestra vida, no madura. En consecuencia, cuando se aprietan nuestros “botones” emocionales, conservamos la capacidad de reaccionar a los estímulos que entran como si tuviéramos dos años, aunque seamos adultos. La información sensorial entra por los sentidos y es procesada inmediatamente por nuestro sistema límbico. Cuando llega a la corteza cerebral encargada del pensamiento superior ya lleva encima un sentimiento o sensación. Aunque muchos nos consideramos criaturas pensantes que sienten, biológicamente somos creaturas sensibles que piensan.
En el siglo XIX, Arthur Ladbroke Wigan presenció la autopsia de un hombre que podía andar, hablar, leer, escribir y desenvolverse como un hombre normal. Pero, al examinar su cerebro, descubrió que el hombre sólo tenía un hemisferio cerebral. Llegó a la conclusión de que, puesto que aquel hombre sólo tenía “medio” cerebro, poseía una mente completa y podía desenvolverse como una persona completa, los que tenemos dos hemisferios debíamos tener dos mentes.
Allá por el año 1971, el doctor Roger W. Sperry cortó quirúrgicamente las fibras del cuerpo calloso de personas que padecían graves ataques epilépticos. En 1981, en su discurso del Premio Nobel dijo:
Se podía observar que el mismo individuo empleaba consistentemente una u otra de las dos formas distintas de enfoque y estrategia mental, como si fuera dos personas diferentes, según usara el hemisferio izquierdo o derecho.
Desde aquellos días se supo que los dos hemisferios funcionan de forma diferente cuando están conectados o desconectados entre sí.
Pues bien, después de la introducción al cerebro, la autora va narrando paso a paso qué pensaba y cómo funcionaba en todo momento. Intentó llamar por teléfono y le costó lo suyo. Al hablar, también se dio cuenta de que lo que salía por su boca no tenía nada que ver con lo que pensaba. Hay cosas que ponen los pelos de punta como que estaba preocupada porque sabía que el tratamiento iba a ser caro y su seguro no la cubriría si la llevaban al centro de salud equivocado.
Imagine el lector cómo se sentiría si su conciencia se viera despojada de manera sistemática de sus facultades mentales, una a una. Primero imagine que pierde la capacidad de encontrar sentido a los sonidos que entran por sus oídos. No está sordo, simplemente oye todos los sonidos como caos y ruido. Después, prescinda de ver las formas definidas de los objetos que hay en su espacio. No está ciego, simplemente no puede ver en tres dimensiones ni identificar los colores. Carece de la capacidad de seguir un objeto en movimiento y distinguir fronteras claras entre objetos. Además, los olores comunes se amplifican tanto que le abruman, haciendo difícil la respiración.
Cuando eres incapaz de percibir la temperatura, la vibración, el dolor o la propiocepción (la posición de los miembros del cuerpo), tu conciencia de los propios límites físicos cambia. La esencia de tu energía se expande y se funde con la energía que te rodea, y sientes que eres tan grande como el universo. Aquellas vocecitas que había dentro de tu vabeza, que te recordaban quién eras y dónde vivías, se han callado.
Y claro, para hacerle un angiograma necesitaron que ella firmara un impreso con su consentimiento en aquellas condiciones. Debía firmarlo si estaba en su sano juicio, ¿y cómo definimos entonces lo que es estar “en su sano juicio”?
Encontró una inestimable ayuda en su madre, quien tuvo que empezar a volver a cuidar de ella prácticamente como si fuera una niña, dándole puzzles a resolver y ejercicios que nosotros consideraríamos fundamentales. Se cansaba tanto que tenía que dormir largas horas. Es más, afirma que le hubiera ido fatal en aquellos hospitales en los que apenas se deja dormir a los enfermos. Necesitaba silencio y estar aislada de los estímulos sensoriales externos, ya que los percibía como ruido. Incluso después del séptimo año después del ictus necesitaba dormir 11 horas diarias. Antes de ello, necesitaba incluso echar bastantes siestas.
Para resolver sus primeros puzzles después del ictus le tuvieron que explicar que para resolverlo tenía que observar los colores y que las cosas se podían observar en diferentes planos (en 3 dimensiones, vaya). Tardó un año en volver a aprender cómo encajar los platos en el escurridor. Tuvo que volver a aprender a leer, pues ella no veía letras, sino garabatos. Como ella misma dice: “¿Se han parado alguna vez a pensar cuántas pequeñas tareas está realizando su cerebro en este mismo instante sólo apra que puedan ustedes leer este libro?”
Tenían que operarla para extirparle el coágulo del tamaño de una pelota de golf que oprimía el hemisferio izquierdo de su cerebro. Si los cirujanos se pasaban con el bisturí podrían extirpar parte de tejido cerebral cuya consecuencia sería la pérdida permanente del lenguaje. Curiosamente, había fracasado en la cuestión de leer y escribir con un bolígrafo (hemisferio izquierdo/mano derecha), pero podría sentarse en un ordenador y mecanografiar una carta sencilla (los dos hemisferios/la dos manos). Y lo más curioso del todo es que, al terminar de escribir una carta, no era capaz de leer lo que había escrito (hemisferio izquierdo).
Después de la operación, ella misma ya se sintió diferente:
De nuevo había brillo en mi espíritu y me sentía feliz. Hasta aquel momento, mis emociones habían sido relativamente planas. Había estado observando el mundo, pero sin comprometerme con él. Desde la hemorragia, había perdido mi entusiasmo infantil, y me alivió sentirme de nuevo “yo”.
Después de la operación pudo hablar en voz baja a su madre, lo que significaba que la operación había sido todo un éxito. La cicatriz de la cabeza tenía 23 cm.
La cicatriz la tuvo insensible durante cinco años, y los agujeros hechos con un taladro en el cráneo se cerraron al sexto año. Posteriormente, se planteaba si le quitarían su título de doctora, pues no recordaba nada de nada. PAra recuperarse, caminaba cuatro o cinco kilómetros varias veces a la semana.
Cuando te sientes como un fluido es imposible saber dónde empiezan y terminan tus límites físicos.
Tardó cuatro años en recuperar la capacidad de hacer tareas simples simultáneamente, como cocinar una pasta mientras hablaba por teléfono.
Hasta los sueños que tenía eran desestructurados, como fragmentos de datos sin relación entre sí.
La verdad es que la autora desconcierta por momentos, pues afirma que es muy capaz, de alguna manera, de dominar sus emociones, y que nosotros mismos somos capaces de hacerlo. Por ejemplo, cuando reacciona con ira, espera 90 segundos. En ese momento, el componente químico que conlleva su desencadenamiento ha desaparecido y ella asíelige su reacción. Dice que ha aprendido a reconocer sus personalidades “derecha” e “izquierda”.
Y tal y como en la primera parte del libro, la cuestión era científica 100%, esta segunda parte la he visto un poco más en el tono de autoayuda y el dominio de uno mismo sobre su estado de ánimo. Es más, de no conocer la historia afirmaría que lo que dice no tiene mucho sentido. Me hace dudar de si lo que dice son puras sensaciones o que realmente es totalmente cierto el dominio que afirma tener. Sea como sea, la cuestión es que su cerebro cambió, así como su personalidad y su forma de ver la vida. Otra cosa que ha aprendido la autora es a acercarse a la gente que tiene algún problema mental:
En general, la mayoría de nosotros somos empáticos con los que consideramos nuestros iguales. Cuanto menos apegados estemos a la tendencia de nuestro ego a la superioridad, más generosos de espíritu seremos con los demás. Cuando somos empáticos consideramos las circunstancias del otro con amor, en lugar de juzgar. Vemos a una persona sin hogar o una persona psicótica y nos acercamos a ellas con franqueza, y no con miedo, disgusto o agresividad.
Dice que actualmente, siempre finaliza sus e-mails con una cita de Einstein:
Debo estar dispuesto a renunciar a lo que soy si quiero convertirme en lo que seré.
                                            http://www.historiasdelaciencia.com/?p=1650

Es un libro que recomendaría a cualquier neurólogo o persona que tenga un familiar con algún defecto neurológico, pues al final da una serie de consejos sobre cómo ayudar o acercarse a alguien que tenga un problema similar al de ella, explicando las cosas que más necesitó. Y también los comportamientos que nunca se deberían tener con las personas que tiene un problema en el cerebro.
Título: “Un ataque de lucidez”
Autora: Jill B. Taylor

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